TIEMPO PERDIDO



El tren acababa de llegar, aún era de noche.

Colocó la mochila sobre sus hombros y con firmeza agarró el bolso de piel marrón, desgatado y con hebillas de latón que compró su madre para el primer viaje.

Comenzó a caminar, esquivando a la gente que se agolpaba esperando ver salir a sus seres queridos, entre besos, saludos y abrazos. Ella no miraba hacia ningún sitio. Parecía que sabía adónde iba, el camino a seguir, pero su mirada huidiza la delataba perdida, sola.

Al salir de la estación vio la ciudad. estaba muerta, silenciosa, fría, muy fría. Miró en ambas direcciones en busca de un taxi.

-Usted, dirá, señorita -dijo el taxista cuando terminó de meter la maleta en el coche.

-Señorita, que dónde quiere que la lleve -preguntó de nuevo, mientras miraba por el espejo del retrovisor.

-No sé -susurró con la mirada perdida -no sé -volvió a repetir fijando la mirada en los ojos del taxista reflejados en el espejo.

Empezó a conducir despacio, mientras ella miraba a través de la ventanilla. Aquella ciudad dormir.

Transcurrieron más de veinte minutos. Ya empezaba a haber movimiento, aunque aún era de noche. Los coches a su lado nerviosos.

- C/Antonio Machado, nº 22, cerca hay un café, en la parte antigua, hacen churros por las mañanas, abren muy temprano, la camarera se llama Rosa, es una señora mayor, ella misma prepara los churros. Enfrente hay casi siempre un hombre que vende flores, a veces rosas, otras margaritas, otras tulipanes. Él todas las mañanas le regala una a ella, a Rosa.

Siguió conduciendo en la misma dirección sin decir una sola palabra después de escucharla. al legar a la rotonda, le preguntó: -¿Es allí donde quiere que la lleve?

Afirmó con la cabeza.

Le empezaron a sudar las manos, las frotaba contra sus muslos, rozando el pantalón vaquero. Luego cruzaba los brazos, acariciaba sus labios con las yemas de los dedos, mientras mordía el inferior, miraba a todos a ningún sitio. Sabía que la estaba conduciendo hacia aquel lugar, donde encontraría a él.
Empezaron a rodar por la ciudad antigua, las calles empedradas y los lomos de las casas de piedra llenaban su vista. El olor a humedad de otros tiempos atravesaba los cristales, que empañados por la calefacción dibujaban círculos irregulares.

El taxi paró y el taxista giró sus cabeza hacia ella: -Ya no puedo acercarme más. Si quiere la acompaño andando. Sólo tiene que meterse por esa calle -dijo mientras indicaba con su mano -y el olor de los churros la guiará hacia el café que está buscando. Un poco más abajo el nº 22.

-Iré yo andando, muchas gracias -dijo temblorosa.

En ese momento empezó a llover, las gotas caían rápidas, se reventaban contra el coche una y otra vez como los latidos de su corazón.

Eran ya las siete y diez minutos, reflejados con luz roja en el reloj del coche.

El taxista abrió el maletero sacando el bolso de piel marrón. Ella salió, volvió a colocar la mochila sobre sus hombros y a coger el bolso de sus manos.

-Que tenga suerte -le dijo, mientras se metía apresurado.

Comenzó a andar despacio hacia la calle indicada. La gente brotaba de todos lados, caminando deprisa. Cubiertos por sus paraguas, la miraban extrañados, pero sin prestarle mucha atención.

Cuando hubo avanzado apenas unos metros, sintió un olor a churros que llegaba de un poco más abajo, entonces se paró durante unos minutos en medio de la calle, mientras las gotas la inundaban. Con la mirada ya no perdida, sino mirando un letrero en el que leía "El café de Narciso". Empezó de nuevo a caminar hasta llegar a el, poniéndose delante de la puerta, parecía que una barrera le impidiera atravesarla. Alguien que salía del interior, al encontrársela, exclamó -Pase, pase, se está empapando.

Entró despacio, con miedo a mirar. Al fin le vio, estaba en el otro extremo de la barra. Bebía un gran tazón, mientras una señora mayor, seguramente Rosa, le contaba algo entre risas.

Ella colocó la palma de la mano sobre su boca sin apenas poder respirar. Un charco de agua se empezó a formar bajo sus pies. La señora, al verla, inmediatamente le miró a él. Él al ver que Rosa se había callado la miró y miró hacia donde ella estaba mirando.

Cerró los ojos y los volvió a abrir, no se lo podia creer. dejó el tazón sobre la barra, se levantó despacio del taburete y avanzó despacio hacia ella, mientras negaba con la cabeza y sonreía al mismo tiempo sin decir ni una sola palabra.

Ella quieta, inmóvil, mirándole fijamente con la mano aún tapando su boca.

Cuando estuvo el uno frente al otro recorrieron sus cuerpos con la mirada, con sus ojos. Ella empezó a llorar mientras sonreía dejando caer el bolso de su madre al suelo. El la abrazó, se acurrucó en su pecho abarcándola incluso con la mochila que llevaba colgada. Ella durante unos instantes no tuvo fuerzas ni para abrazarlo, sólo lloraba, con las manos caídas hacia el suelo.

Rosa miraba desde el otro lado de la barra, en ese momento no había nadie más en el café.

Cuando dejaron de abrazarse, él cogió la bolsa marrón del suelo y a ella la estrechó para sí pando un brazo por sus hombros y la llevó hacia el lugar donde aún humeaba la taza de leche.

-Supongo que esta preciosa niña se llama Teresa -se quedó sorprendida y al mismo tiempo halagada.

-Si, Rosa, sí. Ésta es Teresa. -contestó él sin poder dejar de mirarla.

-Cariño, a estas horas lo mejor es un buen tazón de cacaó. Y tú en cuanto acabéis llévala a casa a que se cambie de ropa o se cogerá una pulmonía, está chorreando.

Los dos bebieron apresurados de sus tazas, sin quitarse la vista de encima.

-Adiós, Rosa, hasta mañana -dijeron mientras se levantaban de los taburetes y se dirigían hacia la puerta.

-Hasta mañana, hijos, hasta mañana.

Él cogió el bolso, la mochila y a ella de la mano. Sacó la llave del bolsillo delantero de su pantalón. Entraron en el portal y sin encender la luz la besó con el bolso en la mano y agarrando su cara con la otra, mientras ella enlazaba su cuello. Les interrumpió un vecino que bajo en el ascensor y al abrir la puerta pidió perdón al encontrarse con la escena, salió disparado, no sin antes volver a mirar a la pareja.

Subieron andando. Vivia en el primer piso, puerta derecha.

La casa estaba llena de luz, de libros y de desorden. Colocó el bolso de ella sobre una mesa muy grande, rectangular, repleta de papeles. Empezó a recogerlo todo acelerado, no paraba de hablar, de disculparse. La miró y se dio cuenta de que estaba empapada y tiritaba.

-Perdona. Te sacaré ropa seca. Si quieres date una ducha, hay un cassette en el baño y muchas cintas, puedes poner la que quieras. Si tienes frío puedo poner la calefacción más alta, el secador de pelo está en el cajón de mi armario, seguro que no lo encuentras, te lo sacaré yo -fue a su habitación y cuando volvió traía el secador en una mano, silencioso, con cara de preocupación se puso frente a ella- no tengo cepillos del pelo, sólo tengo un peine. No tengo albornoz, ni toallas grandes, sólo de las normales, ¿te importa? -los dos empezaron a reír. El siguió hablando- tienes que cambiarte de ropa, estás empapada, quítatela y la meto en la lavadora, toma esta camiseta, con ella estarás calentita. Te puedo dejar un pantalón de pijama, te quedará un poco grande, pero bueno, seguro que te sienta bien. ¡Oh, Dios mío!, Son las siete y media. Ya tenía que estar trabajando. A las tres llego a casa, yo traeré comida, tú descansa o haz lo que quieras, no sé, ¿que quieres hacer?, te dejo la llave por si sales, aquí, encima de la mesa. Un beso, me voy, es que me tengo que ir de verdad. ¡Ah! mi teléfono, por si necesitas algo, es éste. Otro beso.

La puerta se cerró. Allí estaba ella, sola y muerta de frío. Fue al servicio, se desnudó para meterse en la ducha con agua ardiendo. esa vez tarareó una canción de Bergman, "Enigmas is your hand".

Él al salir de la casa y cerrar la puerta permaneció durante unos segundos en el pasillo, inmóvil y con los ojos cerrados, sujetando con las dos manos su estómago. Suspiró profundamente, arqueando su cabeza hacia el techo y salió corriendo al trabajo.

Cuando llegó, aún seguía dormida. Se tumbó a su lado sin llegar a rozarla, pero lo suficientemente cerca para sentir su calor.

La besó. Ella le devolvió el beso sin abrir los ojos.

Hicieron el amor muy despacio.

Cocinó para ella. Siempre le gustaron sus platos.

Había pasado tanto tiempo.

Ella guardaba sus cartas, las traía en la mochila. Siempre las llevaba con ella. Una cada mes y ninguna fue contestada.

Quiso darle una explicación, pero no la dejó y los dos lloraron, desnudos, tumbados sobre la cama entrelazando sus cuerpos.