Doce de enero. La resaca de las fiestas
navideñas todavía navegaba en el ambiente. Ella recibe la llamada que estaba
esperando, una sentencia la vuelve pequeña. Tiene que dar una respuesta, tomar
una decisión, primero con ella misma.
A la mañana siguiente despierta. En
silencio para no molestar va a la cocina, calienta un vaso de leche en su taza
favorita que humeante saca del microondas. Se sienta en una silla blanca, junto
a la ventana, mirando hacia la calle tras los cristales mojados y sucios. Las
luces de colores de los coches caminan sonámbulas.
El silencio solo roto por su aliento
intentando templar el desayuno.
Una lagrima cae sobre la leche, sus
ojos se cierran.
Al fondo suena el ring de un despertador,
impaciente avisa que comienza a salir el sol, un suspiro sale de lo más hondo
de sus pulmones.
La voz de él suena despertando al niño,
cariñoso con el dulce eco de un beso.
Con una energía arrolladora para esas
horas de la mañana se abalanza sobre ella, la abraza y pregunta por su
desayuno.
El agua de la ducha cae con violencia,
el microondas hace pin! las cucharas y tazas están en la mesa. Unas magdalenas,
servilletas de papel, todo está preparado, comienza una competición mañanera con el sonido de
fondo de un gato persiguiendo a un ratón, sonrisas, y manchas de leche sobre el
mantel.
Él y el niño ya están con los abrigos
puestos. El niño la besa, sale al portal. Él pregunta que pasa, está distante,
rara. Ella sonríe tímida y le acaricia la cara, “nada”, sale de boca.
Esa mañana no hará las camas, esa
mañana no se duchará, ni fregará, ni recogerá las tazas del desayuno, no pondrá
la lavadora con la ropa sucia, y tampoco trabajará mezclando colores en su
estudio.
Esa mañana se viste agitada, necesita
salir de casa.
Monta en el coche y sigue carretera adelante,
no hay una dirección, no hay nadie a quien quiera ver, ni que pueda ayudarle a
tomar la decisión.
Va hacia Portugal, está muy cerca, a 30km.
No suena música, solo su respiración agitada. Las gotas inundan el parabrisas.
No se da cuenta, hasta que ya no ve ni la carretera. Un coche pita enfadado.
El limpiaparabrisas produce un ruido
chirriante. Tiene las manos heladas.
En un cartel pone Monsanto. Es un buen
lugar. Sale del coche y comienza a correr.
La cuesta no le deja ir muy deprisa, sus
piernas se cansan rápido, y baja el ritmo. Tiene la cara helada.
No hay nadie por las calles.
Se pone la capucha del gorro y sale del
pueblo hacia el castillo. Tiene los pies helados.
Cada vez se diferencian menos las
lagrimas de su cara y las gotas de lluvia.
Sube a lo alto de la pared mas grande.
Deja de llover. Tiene el corazón helado.
Toca las nubes con las manos. Se siente
pequeña, fría, sola, pero sus manos son poderosas al tocar las nubes, que
agitadas por el viento bailan a su alrededor.
Un rayo de sol, sale tímido, acaricia
las laderas de las tierras mojadas, llenas de vida y tan lejanas.
La silueta de un gallo se ve a los
lejos agitado por el aire, sin marcar un rumbo fijo.
Las rocas chorreando desprenden
destellos, como si fueran piedras mágicas, grandes brillantes.
Un rebaño de ovejas, todas juntas
debajo de un árbol, empiezan a relajarse y con las insinuaciones de un hombre y
su perro comienzan a andar, en busca de un sitio bueno para comer.
Se ve la silueta de un lago muy grande,
cubierto de vapor, produciendo un efecto mágico y casi percibe el sonido de
unas sirenas que se quedaron atrapadas en el, cuando el mar se desplazó.
El sol la acaricia suave, el viento
pasa a ser una brisa que la mece como alas de mariposa. Cierra los ojos, su
cabeza se inclina hacia atrás respirando profundamente, sintiendo como el aire
puro recorre todo su interior.
Pasan unos minutos, un destello a
través de sus parpados la hace volver.
Coge el teléfono de su bolsillo y marca
unos números de memoria. Pregunta por un nombre, a una señorita muy educada. Habla
con el, con la voz del miedo. Pulsa el botón rojo, la conversación a terminado.
Lentamente se pone en pie. Comienza su
camino de regreso a casa. Necesita hablar con él. Tiene prisa por hablar con él.
Baja de la pared más alta del castillo,
llega al pueblo con paso, seguro pero lento, sin mirar el suelo. Siente las
piedras a través de la suela de sus zapatos.
Ya empieza a ver las casas incrustadas
en las piedras, como si fueran una prolongación de ellas. Las margaritas,
colgando de las paredes, en maceteros verdes. Las escaleras del pueblo son
peldaños labrados a punta de cincel. Las ventanas con pinturas desconchadas,
que recuerdan el paso del tiempo, se decoran con puntillas bordadas a mano en
color beige y blanco, produciendo una sensación de nostalgia. Portugal está
inundada de nostalgia, desde el primero hasta el último de sus rincones,
incluso sus sabores y cantos producen esa sensación que hace que te sientas
protegida en su interior, como si fuera un útero gigante.
El coche estaba en un mirador. Un
mirador arrogante tras unos cañones enormes de cientos de kilos de hierro
forjado para la destrucción, que ahora solo sirven para recibir caricias que
relajan de manos nerviosas.
Cuando está a punto de llegar, sale un
hombre del bar, bajando unos peldaños apresurado. Se dirige hacia ella. Tiene
facciones de algún tipo de enfermedad mental y una cámara Polaroid colgando de
su cuello. Es muy alto, su nariz muy gorda, una nariz africana en un cuerpo
blanco, muy blanco. Una gorra negra en su cabeza y el pelo que se escapa bajo
ella es canoso, tendrá alrededor de sesenta años. Las manos son enormes.
Pronuncia palabras que no entiende,
pero que siente con cariño, le da una foto de ella subida en la pared más alta
del castillo. Sonríen y se abrazan. Siente que el calor empieza a inundarle el
cuerpo. Ella limpia con sus manos unas lagrimas puras que caen por su mejilla.
Monta en el coche, pone la foto en el
asiento del copiloto. Mientras conduce, la mira.
Llega a casa, todo está en calma, como
siempre. Comienza a andar descalza sobre la madera. Espera a que él llegue. Le
cuenta algo, pero su voz es tranquila. Le pide que la acompañe esta tarde a un
sitio y el sin preguntar nada más afirma sin pensarlo.
Su decisión está tomada, ahora le
necesita para agarrarle la mano fuerte mientras habla con el doctor.
Los horas, los días pasan, los meses
nos acompañan en un sombrío camino lleno de baches y charcos que hacen que tu
paso sea más lento y disfrutes la cosas desde el interior mas profundo.
El conduce el mismo coche. Ella esta en
el asiento trasero con el niño. Sonríe, mientras le acaricia la pierna
suavemente. Llegan a Monsanto y el abre la puerta para que baje el niño. Luego
va hacia la puerta de ella, la abre y la ayuda a bajar, agarrándola por el
brazo.
Caminan despacio, las cuestas son duras
y sus corazones están cansados.
Del mismo bar sale de repente el hombre
con las manos más grandes que nunca antes vio. Quita su Polaroid del cuello y
se la da a él. La coge en brazos, como si fuera un bebe y le pide que dispare
dos veces. Ella llora y el hombre con las manos grandes le limpia las mejillas.
Luego les acompaña por su pueblo, les
enseña su casa y les presenta a su madre.
El niño ríe y juega a su lado, tienen
que parar varias veces, ella no puede ir muy deprisa, pero sus pasos se acoplan
con el paisaje de este pueblo, que la recibe con el calor de un útero materno.